31 de marzo de 2025

El escriba de la corte

El escriba de la corte 


       

En el reino de Beríca, en la corte del rey Vatara, había un escriba llamado Vinicio.
     Era un muchacho agradable, respetuoso, ávido por el saber y con un gran talento para dibujar lo que veían sus ojos. Procedía de una familia humilde, pero gracias al trabajo y sacrificio, Vinicio entró en la escribanía, llegando a ser el ayudante del consejero real.
    En los escasos ratos libres, el muchacho iba a los jardines del palacio, donde en un rincón, oculto a las miradas, leía, escribía y dibujaba… Una hermosa ave de plumas verdes y rojas lo observaba desde una rama del cerezo cercano. Si un extraño viera la escena, le daría la impresión de que el pájaro estaba conmovido por el talento natural del muchacho y el amor que ponía en sus obras, pintadas o escritas.
    Un día, en pleno verano, al volver de un largo viaje, Vinicio, por fin, pudo escabullirse a su rincón secreto. Al acercarse, vio que lo ocupaba una doncella desconocida.
     —¡Cof!… ¡Cof!… Hola… Disculpe, creo que usted no debería estar aquí, sola. Este es un lugar privado… Mío…
     —Ah, ¿sí? ¿Y quién eres tú para tener un “lugar privado”? Este jardín, el castillo y todo lo que ves es “mi lugar”. Anda, déjame tranquila. Y ni se te ocurra decir a nadie que me has visto aquí. ¡No me mires embobado! ¡Vete! —Y así es como Vinicio conoció a la bella Yariel.
    El escriba entró en las cocinas del palacio hecho un basilisco. ¿Quién era aquella maleducada y arrogante muchacha? Nunca la había visto en la corte. Si no, recordaría su pelo color noche, los labios cual pétalos de rosas, la piel cremosa y los ojos, los pozos de agua esmeralda…
    —¿Y eso? Parece que te llevan mil demonios, muchacho. Benditos los ojos que te ven, hijo. Come un trozo del pastel. —Doña Gabriela, la cocinera, le guiñó el ojo. —Mastica… Toma la cerveza… Por si no te enteraste, tenemos a una duquesita en el palacio. Es la sobrina del rey. Dicen que es huérfana y ha vivido en un monasterio… Ya veo… La acabas de conocer. ¿Verdad que es una muchacha muy linda y educada? Algo mandona. En tres semanas revolvió el palacio y los alrededores. Cuando vio que teníamos las cacerolas viejas, encargó un montón de ellas al calderero. Mira cómo brillan. Da gusto cocinar en ellas. Y todos los días desayuna aquí. Aunque no es apropiado. Pero cualquiera le llevará la contraria.
    La cocinera seguía poniéndolo al día, pero Vinicio en su cabeza trazaba el plan de cómo recuperar su rincón secreto. Igual algún paje por unas monedas le avisaría sobre los movimientos de la “duquesita”.
    Así fue. Cuando Yariel salía del palacio, él iba a su lugar secreto y dibujaba con más ganas que nunca. Pero solo los retratos… ¿Adivináis de quién?… También escribía poesía… Muy romántica…
     Vinicio no sospechaba, pero la causante de sus “desdichas” hizo lo mismo que él: encargó a una doncella vigilar al “creído escribiente”.
      Este juego duró casi dos lunas, hasta que un día, el escriba, con las prisas, dejó olvidado un dibujo: el retrato de Yariel. No se sabe con certeza de quién dio el primer paso, pero los jóvenes se reconciliaron. Empezaron a pasear, leer, dibujar, recitar poesía y planear su vida juntos… Pobres, inocentes. Una noble de sangre real y un escriba, por más respetable que fuera, no tenían un futuro juntos. El rey Vatara lo dejó claro:
      —Sobrina, quiero tu felicidad. Pero mi deber es para con el reino. Voy a cumplir con la palabra dada. Desde los diez años estás comprometida con el príncipe Flodah de Rafaelia. Dentro de tres lunas cumples los dieciocho y te desposarás con él… Olvídate del escriba. Por el bien de todos.
   Yariel lloró, imploró, amenazó con matarse… Su tutor fue inflexible. Rafaelia era un reino con el que no convenía enemistarse.
       Cuando Vinicio se enteró de todo, pidió a su amada escapar. Con el dinero ahorrado y con sus conocimientos, tendrían una vida modesta, pero juntos. Zarparían en un barco hacia tierras lejanas donde nadie los conocía. Yariel lo aceptó…
    Sin embargo, esta misma noche, el rey, con la excusa de la recogida de los tributos, mandó a Vinicio, rodeado de aguaciles, a la fortaleza más lejana. Todo ha sido tan rápido que el muchacho no pudo avisar a su amada.
      Yariel se desesperaba… Acaba de conocer a su futuro marido y lo odió al instante. Era bajito y rechoncho, con el pelo grasiento aplastado y con un bigote justo en el medio de su cetrina cara. Con una voz chillona daba las órdenes como si fuera el dueño del reino. Y de ella misma. Nada le gustaba, nada le parecía bien a aquel mequetrefe. La muchacha estaba asustada.  Se creía abandonada por su amado. Se sentía desgraciada y sola… Muy sola…
     El lugar secreto del jardín otoñal había perdido su belleza. Las hojas marchitas cubrían el suelo. Las flores mustias eran perfectas para una muerta. Hace tiempo, Yariel había hurtado un frasquito de dedalera al médico real, como si supiera que le haría falta… Lo apuró…
      Los estandartes del castillo, bajados a la mitad, y el silencio han dicho a Vinicio que algo malo estaba pasando. La boda real se celebrará en dos días. Él escapó de sus guardianes y cabalgó sin parar para evitarla. Huirían esa misma noche.
    Nada más verlo, la cocinera enseguida lo arrastró por el pasillo hacia las habitaciones reales. Vinicio veía a las doncellas compungidas, a los guardias cabizbajos… Un oscuro presentimiento se apoderó de él…
     —¿Qué sucede? ¿Le pasó algo al rey?
     —Tssss, habla bajo. Es Yariel. No quería casarse y se quiso matar. Con tan mala suerte, (que dioses me perdonen), que, pobrecita ella, quedó postrada. Ni viva ni muerta… Por aquí pasaron curanderos y medicuchos y nadie pudo curarla. Lleva así cinco días. El príncipe «comosellame» se ha largado echando sapos por la boca. Se asustó por si era alguna brujería o la magia negra. Menos mal. El rey está destrozado… Se culpa por todo… Igual si ella siente que estás aquí, mejorará… Hemos llegado, pasa…
       Al entrar en la habitación oscura, el olor, dulce y repugnante, dio de lleno en su nariz. Había un delgado cuerpo en la enorme cama… Yariel… Apenas respiraba… Tenía las manos traslúcidas, la tez grisácea, los labios agrietados… Vinicio cayó de rodillas. La tocó, la abrazó, lloró… Después abrió las ventanas para sacar aquel olor nauseabundo de la muerte… Empezó a rezar…
      El día sucumbió a la noche; vino otro día y otra noche más… El muchacho lloraba, imploraba, se culpaba a sí mismo… Al cuarto amanecer, por la ventana entró un ave con el plumaje verde y rojo y en un instante tomó la forma femenina…
     —Saludos, Vinicio. Soy la diosa Masacu. No tenemos tiempo. Ella se muere… Tengo el permiso de los Supremos para inmiscuirme. No puedo hacer nada por ella, pero lo puedes hacer tú.
        —Haré lo que me pidas… ¿Qué debo hacer?
      —Soy la diosa de los dones: los doy y los quito. Te ofrezco el don de la curación que te servirá, pero solo por esta vez. A cambio te quitaré el don de plasmar la belleza. Para siempre. ¿Lo aceptas?
        —Sí… Sálvala, te lo ruego…
     Más tarde, cuando las doncellas entraron, en la habitación no había nadie. En el suelo, un par de plumas verdes…
        Nadie supo qué había pasado con Vinicio y Yariel. Aunque se rumoreaba que una pareja joven zarpó en el barco que iba al lejano reino de Anapse. ¿Eran nuestros enamorados? ¿Quién sabe? Ojalá sean felices, estén donde estén.



 

    

       25/03/2025, Gijón

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