El escriba de la corte
En el reino de Beríca, en la corte del rey Vatara, había un escriba llamado Vinicio.
Era un
muchacho agradable, respetuoso, ávido por el saber y con un gran talento para dibujar
lo que veían sus ojos. Procedía de una familia humilde, pero gracias al trabajo
y sacrificio, Vinicio entró en la escribanía, llegando a ser el ayudante del
consejero real.
En los escasos
ratos libres, el muchacho iba a los jardines del palacio, donde en un rincón,
oculto a las miradas, leía, escribía y dibujaba… Una hermosa ave de plumas
verdes y rojas lo observaba desde una rama del cerezo cercano. Si un extraño
viera la escena, le daría la impresión de que el pájaro estaba conmovido por el
talento natural del muchacho y el amor que ponía en sus obras, pintadas o
escritas.
Un día, en
pleno verano, al volver de un largo viaje, Vinicio, por fin, pudo escabullirse
a su rincón secreto. Al acercarse, vio que lo ocupaba una doncella desconocida.
—¡Cof!… ¡Cof!…
Hola… Disculpe, creo que usted no debería estar aquí, sola. Este es un lugar
privado… Mío…
—Ah, ¿sí?
¿Y quién eres tú para tener un “lugar privado”? Este jardín, el castillo y todo
lo que ves es “mi lugar”. Anda, déjame tranquila. Y ni se te ocurra decir a
nadie que me has visto aquí. ¡No me mires embobado! ¡Vete! —Y así es como Vinicio
conoció a la bella Yariel.
El escriba
entró en las cocinas del palacio hecho un basilisco. ¿Quién era aquella
maleducada y arrogante muchacha? Nunca la había visto en la corte. Si no,
recordaría su pelo color noche, los labios cual pétalos de rosas, la piel
cremosa y los ojos, los pozos de agua esmeralda…
—¿Y eso?
Parece que te llevan mil demonios, muchacho. Benditos los ojos que te ven,
hijo. Come un trozo del pastel. —Doña Gabriela, la cocinera, le guiñó el ojo. —Mastica… Toma la cerveza… Por si no te enteraste, tenemos a una duquesita en el
palacio. Es la sobrina del rey. Dicen que es huérfana y ha vivido en un
monasterio… Ya veo… La acabas de conocer. ¿Verdad que es una muchacha muy linda
y educada? Algo mandona. En tres semanas
revolvió el palacio y los alrededores. Cuando vio que teníamos las cacerolas
viejas, encargó un montón de ellas al calderero. Mira cómo brillan. Da gusto
cocinar en ellas. Y todos los días desayuna aquí. Aunque no es apropiado. Pero
cualquiera le llevará la contraria.
La cocinera
seguía poniéndolo al día, pero Vinicio en su cabeza trazaba el plan de cómo recuperar
su rincón secreto. Igual algún paje por unas monedas le avisaría sobre los
movimientos de la “duquesita”.
Así fue.
Cuando Yariel salía del palacio, él iba a su lugar secreto y dibujaba con más
ganas que nunca. Pero solo los retratos… ¿Adivináis de quién?… También escribía
poesía… Muy romántica…
Vinicio
no sospechaba, pero la causante de sus “desdichas” hizo lo mismo que él: encargó
a una doncella vigilar al “creído escribiente”.
Este juego duró casi dos lunas, hasta que un
día, el escriba, con las prisas, dejó olvidado un dibujo: el retrato de Yariel.
No se sabe con certeza de quién dio el primer paso, pero los jóvenes se reconciliaron.
Empezaron a pasear, leer, dibujar, recitar poesía y planear su vida juntos…
Pobres, inocentes. Una noble de sangre real y un escriba, por más respetable
que fuera, no tenían un futuro juntos. El rey Vatara lo dejó claro:
—Sobrina, quiero
tu felicidad. Pero mi deber es para con el reino. Voy a cumplir con la palabra
dada. Desde los diez años estás comprometida con el príncipe Flodah de
Rafaelia. Dentro de tres lunas cumples los dieciocho y te desposarás con él… Olvídate
del escriba. Por el bien de todos.
Yariel
lloró, imploró, amenazó con matarse… Su tutor fue inflexible. Rafaelia era un
reino con el que no convenía enemistarse.
Cuando
Vinicio se enteró de todo, pidió a su amada escapar. Con el dinero ahorrado y
con sus conocimientos, tendrían una vida modesta, pero juntos. Zarparían en un
barco hacia tierras lejanas donde nadie los conocía. Yariel lo aceptó…
Sin
embargo, esta misma noche, el rey, con la excusa de la recogida de los
tributos, mandó a Vinicio, rodeado de aguaciles, a la fortaleza más lejana.
Todo ha sido tan rápido que el muchacho no pudo avisar a su amada.
Yariel se
desesperaba… Acaba de conocer a su futuro marido y lo odió al instante. Era
bajito y rechoncho, con el pelo grasiento aplastado y con un bigote justo en el
medio de su cetrina cara. Con una voz chillona daba las órdenes como si fuera
el dueño del reino. Y de ella misma. Nada le gustaba, nada le parecía bien a
aquel mequetrefe. La muchacha estaba asustada.
Se creía abandonada por su amado. Se sentía desgraciada y sola… Muy
sola…
El lugar
secreto del jardín otoñal había perdido su belleza. Las hojas marchitas cubrían
el suelo. Las flores mustias eran perfectas para una muerta. Hace tiempo, Yariel
había hurtado un frasquito de dedalera al médico real, como si supiera que le haría
falta… Lo apuró…
Los
estandartes del castillo, bajados a la mitad, y el silencio han dicho a Vinicio
que algo malo estaba pasando. La boda real se celebrará en dos días. Él escapó
de sus guardianes y cabalgó sin parar para evitarla. Huirían esa misma noche.
Nada más
verlo, la cocinera enseguida lo arrastró por el pasillo hacia las habitaciones
reales. Vinicio veía a las doncellas compungidas, a los guardias cabizbajos… Un
oscuro presentimiento se apoderó de él…
—¿Qué sucede?
¿Le pasó algo al rey?
—Tssss,
habla bajo. Es Yariel. No quería casarse y se quiso matar. Con tan mala suerte,
(que dioses me perdonen), que, pobrecita ella, quedó postrada. Ni viva ni
muerta… Por aquí pasaron curanderos y medicuchos y nadie pudo curarla. Lleva
así cinco días. El príncipe «comosellame» se ha largado echando sapos por la
boca. Se asustó por si era alguna brujería o la magia negra. Menos mal. El rey está
destrozado… Se culpa por todo… Igual si ella siente que estás aquí, mejorará…
Hemos llegado, pasa…
Al entrar
en la habitación oscura, el olor, dulce y repugnante, dio de lleno en su nariz.
Había un delgado cuerpo en la enorme cama… Yariel… Apenas respiraba… Tenía las
manos traslúcidas, la tez grisácea, los labios agrietados… Vinicio cayó de
rodillas. La tocó, la abrazó, lloró… Después abrió las ventanas para sacar
aquel olor nauseabundo de la muerte… Empezó a rezar…
El día sucumbió
a la noche; vino otro día y otra noche más… El muchacho lloraba, imploraba, se culpaba
a sí mismo… Al cuarto amanecer, por la ventana entró un ave con el plumaje
verde y rojo y en un instante tomó la forma femenina…
—Saludos,
Vinicio. Soy la diosa Masacu. No tenemos tiempo. Ella se muere… Tengo el
permiso de los Supremos para inmiscuirme. No puedo hacer nada por ella, pero lo
puedes hacer tú.
—Haré lo
que me pidas… ¿Qué debo hacer?
—Soy la
diosa de los dones: los doy y los quito. Te ofrezco el don de la curación que
te servirá, pero solo por esta vez. A cambio te quitaré el don de plasmar la
belleza. Para siempre. ¿Lo aceptas?
—Sí…
Sálvala, te lo ruego…
Más tarde,
cuando las doncellas entraron, en la habitación no había nadie. En el suelo, un
par de plumas verdes…
Nadie supo
qué había pasado con Vinicio y Yariel. Aunque se rumoreaba que una pareja joven
zarpó en el barco que iba al lejano reino de Anapse. ¿Eran nuestros enamorados?
¿Quién sabe? Ojalá sean felices, estén donde estén.
25/03/2025, Gijón
© La
Pluma del Este